En 1882 el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, harto de batallar con unos dolorosos problemas de vista que amenazaban la continuación de su obra, adquirió una máquina de escribir esférica Malling-Hansen. Tecleando al tacto, con los párpados cerrados -pensó-, sus ojos encontrarían descanso. Y así fue. Pero lo que el autor de Así habló Zaratustra no podía sospechar entonces era que su forma de escribir se vería sensiblemente modificada por la introducción de la mecanografía. «Bajo el influjo de la máquina -señala el literato experto en comunicación y tecnología Friedrich A. Kittler- la prosa de Nietzsche cambió de argumentos a aforismos, de pensamientos a juegos de palabras, del estilo retórico al telegráfico». Un compositor amigo de Nietzsche -Heinrich Köselitz- se dio cuenta de este cambio de estilo. «Puede que con este nuevo instrumento te adaptes a nuevos giros idiomáticos», le escribió al filósofo en una carta. Y le hizo notar que de acuerdo a su propia experiencia, cuando escribía o componía música, sus ideas solían depender de la calidad de la pluma y el papel. «Tienes razón -le contestó Nietzsche-, nuestros instrumentos de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos«.
En su obra de culto 1984, George Orwell describe una sociedad futura en la que un poder centralizado controla las vidas y pensamientos de todos los ciudadanos. Y una de las medidas para lograrlo es la implantación oficial de la neolengua, una lengua artificial -abreviada, podada, simplificada y desprovista de matices- creada para el uso cotidiano de la población. «La finalidad de la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable», profetizaba Orwell en las páginas de su novela.
Hoy en día, la costumbre nos ha habituado a leer y visualizar únicamente pequeños fragmentos aislados de información: textos, vídeos, imágenes y archivos de audio inconexos que aparecen y desaparecen de nuestra vista a toda velocidad, sin dejar ni rastro, sin conceder el menor respiro para una contemplación sosegada, y menos aún para una reflexión posterior que nos permita asimilar adecuadamente todo aquello que hemos deglutido. Todo en los entornos virtuales en los cuales nos desenvolvemos diariamente está configurado así: las noticias de los diarios digitales no sobrepasan la categoría de breves bocados de información subdesarrollada; las aplicaciones de mensajería instantánea (WhatsApp, Telegram, Messenger) reducen las conversaciones a frases telegráficas y emoticonos que pretenden ‘resumir’ gráficamente nuestro complejo sentir en un momento dado; entornos universalmente extendidos como Facebook o Twitter están concebidos precisamente como una vía de expresión abreviada al mínimo posible, limitación de caracteres incluida.
Con estos y otros ladrillos de similar calidad estamos construyendo nada menos que la estructura de nuestro ‘nuevo pensar’. Los resultados saltan a la vista: una mente incapaz de concentrarse, incapaz de afrontar la lectura de un vulgar libro, incapaz de permanecer tranquila en un simple estado de espera.
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Extraído del libro Sal de la Máquina.
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