Los angloparlantes han inventado un término para referirse a la gran epidemia tecnológica de nuestro tiempo: es el Phubbing, fruto de la unión entre phone (teléfono) y snubbing (despreciar, ignorar). Así pues, se puede decir que padecen phubbing -y por lo tanto son ‘phubbers‘- aquellas personas que consideran que todo puede esperar… salvo lo que sucede en las pantallas de sus dispositivos táctiles.

Ilustración: Pawel Kuczynski
Hoy día, legiones de phubbers invaden las calles, los andenes, los pasos de peatones, los parques, las aulas, las salas de espera, las peluquerías, los restaurantes, las playas, los museos, las bodas, los funerales, las sesiones de cine y las consultas de los psiquiatras. Grupos de chicos y chicas de dieciséis años se congregan en las plazas, smartphone en mano, para compartir al aire libre contenidos multimedia o para comentar conversaciones de texto mantenidas con terceros en entornos virtuales. Señoras que rondan o pasan de largo la edad de jubilación revientan bolitas de colores en sus pantallas mientras esperan a que el semáforo cambie a verde. Los fumadores salen a la puerta de los bares a echarse un pitillo sosteniendo el dispositivo móvil y el cigarro en la misma mano; toda una proeza de coordinación que les permite fumar y teclear al mismo tiempo. Parejas que salen a tomar una copa o a cenar juntos, se convierten en islas vivientes en cuanto se sientan a la mesa: el omnipresente dispositivo asoma del bolsillo y ya nada más importa, ni la comida, ni la conversación, ni los sonidos y aconteceres del ambiente, ni la presencia del otro. Vale la pena destacar que el anteriormente citado es uno de los casos más extendidos y más graves de phubbing: un estudio dirigido por la doctora en antropología social Elena Espeitx, de la universidad de Zaragoza, revelaba que el 80% de la población española permanece enganchada a su teléfono móvil mientras come.
El smartphone se nos ha revelado, en suma, como el instrumento definitivo, la brújula total, el auténtico hilo conductor de nuestra vida cotidiana. Esto se pone de manifiesto ostensiblemente durante nuestras transiciones entre distintos ambientes. Terminamos nuestro turno en el trabajo y ya desde el mismo momento en que ponemos un pie en el ascensor o bajamos las escaleras del edificio nos (re)conectamos ansiosos a la pequeña máquina. Salimos a la calle sin despegar la vista de la pantalla, tomamos el metro o el autobús y nos apeamos de ellos movidos por actos reflejos, abrimos el portal y llegamos finalmente a casa aún con el dispositivo ante los ojos, sin habernos enterado de nada de lo sucedido durante los últimos cuarenta minutos desde la finalización de nuestra jornada. Y una vez en la intimidad de nuestro hogar la interacción prosigue, sin solución de continuidad…

Ilustración: Steve Cutts
Los efectos secundarios de este permanente caminar con un dispositivo electrónico encendido entre las manos, así como las consecuencias a largo plazo de reducir casi toda experiencia humana a un entorno virtual miniaturizado, aún no han sido suficientemente estudiados. Lo único que podemos afirmar con certeza -por ahora- es que estamos perdiendo contacto con la realidad a una velocidad alarmante y hasta un punto quizás irreversible. Nuestros sentidos se desafinan y se atrofian por falta de uso. Todo el abanico de impresiones que solíamos recibir a través de ellos nos llega ya muy debilitado, dejando sin alimento a nuestra conciencia despierta, que paradójicamente se encuentra más dormida que nunca.
Cada vez dedicamos menos tiempo y atención a recordar el pasado, reflexionar el presente o imaginar el futuro: todos los contenidos mentales propios están siendo reemplazados por contenidos digitales externos (un vídeo con las últimas declaraciones del candidato, una conversación de chat con cualquier contacto de la lista, una publicación en el muro de Facebook…). Diluyendo de esta forma nuestro pasado, presente y futuro psicológicos en esa insípida sopa multimedia que sorbemos a todas horas, vamos renunciando progresivamente al rico mundo interior que conforma nuestra identidad y en su lugar solo queda… el vacío.
Muchas veces en el pasado reciente se ha señalado, por parte de los detractores de las nuevas tecnologías, que el uso indiscriminado de dispositivos móviles los ha convertido ya en un apéndice más de nuestros cuerpos. Actualmente, el problema ha adquirido tales dimensiones que nos vemos obligados a preguntarnos: ¿No nos estaremos convirtiendo nosotros -los seres humanos- en meros apéndices biológicos de la Máquina?