Los automóviles han colonizado el espacio público y los móviles nuestro espacio mental. Ya ni las madres y abuelas están a salvo. Entrevista emitida en el programa ‘Más que palabras’ (Radio Euskadi), el 29 de julio de 2018.
Los automóviles han colonizado el espacio público y los móviles nuestro espacio mental. Ya ni las madres y abuelas están a salvo. Entrevista emitida en el programa ‘Más que palabras’ (Radio Euskadi), el 29 de julio de 2018.
Lotófagos
Artículo de Juan María Martínez Otero,
autor de Tsunami digital, Hijos surferos
En su retorno a Ítaca, uno de las pruebas que debe superar Ulises es el tránsito por la isla de los lotófagos. Los habitantes de esta misteriosa isla se alimentan de ciertos lotos, con unas propiedades amnésicas, que les hacen olvidar su identidad: quiénes son, de dónde vienen, a dónde van. Quien come los lotos experimenta una sensación de felicidad y ligereza, pero al precio de renunciar a sus raíces y a su destino. A los pocos días de llegar, Ulises constata con sorpresa las nefastas consecuencias de la dieta de la isla: los hombres de su tripulación se han convertido en lotófagos, y renuncian a continuar su viaje de regreso a casa.
Tras varios años de estudio sobre los riesgos que los adolescentes afrontan frente a las nuevas tecnologías, y tras más de sesenta charlas en colegios, asociaciones e institutos, he llegado a la conclusión de que el principal peligro de Internet y las tecnologías digitales es el mismo que afrontó Ulises en la isla de los lotófagos: la distracción, la amnesia, el olvido. Y si este riesgo nos acecha a todos los usuarios de la Red, los adolescentes son quizá el público más expuesto. Por su menor capacidad de resistencia, su menor madurez y su menor criterio. Pensemos qué ofrece a los marineros la isla de los lotófagos: despreocupación, entretenimiento, placer. Exactamente lo que tantas veces buscan los jóvenes –y no tan jóvenes- en Youtube, Instagram o Twitter. Las nuevas tecnologías nos ofrecen de modo fácil mil maneras de evasión, ya sea en forma de entretenimiento, información, comunicación con otras personas… Pero, ¿a qué precio?, debemos preguntarnos. Tantas veces, al precio que pagaron los compañeros de Ulises: el de olvidar nuestra identidad, nuestra proveniencia, nuestro destino.
Este precio, además, lo pagamos a todos los niveles. A nivel superficial y diario, cuando abrimos Internet para hacer algo concreto, y lo cerramos media hora después sin haber hecho aquello que inicialmente nos propusimos. ¿No les ha pasado nunca? ¿No es esto ser pequeños lotófagos digitales? Pero el precio no acaba ahí, en esa calderilla de tiempo desperdiciado. El precio también se paga en billetes grandes, a nivel profundo y existencial. Un uso intemperante de Internet mina la capacidad de concentración; empeora el rendimiento escolar o profesional; debilita las relaciones personales. En la Red todo es rápido, fácil, fugaz. Pero hay muchas cosas que valen la pena que requieren tiempo, trabajo, constancia: precisamente esos hábitos que el uso de Internet desincentiva. Es más, todas las cosas grandes que uno puede heredar o conquistar en la vida –nuestras raíces y nuestro destino-, han requerido o requieren esa combinación de tiempo, energía y paciencia.
¿Es Internet una buena escuela de estas actitudes? La respuesta nos la da una mirada sincera y sin optimismos ingenuos a una amplia mayoría de adolescentes y jóvenes de hoy: no son capaces de leer media hora seguida sin interrupción; de mantener una conversación sin mirar constantemente el móvil; o de visitar un museo o contemplar una puesta de sol sin hacer fotos compulsivamente con su teléfono móvil. No han leído a Cervantes ni a Delibes, les aburre John Ford, no distinguen a Mozart de Beethoven. Ah, y tampoco quieren cambiar el mundo. No tienen tiempo para eso, tienen que twittear y ver videos de risa en Youtube. Quizá alguno, leyendo estas reflexiones, me tildará de apocalíptico tecnológico, o de pájaro de mal agüero digital. “Estos jóvenes tienen otra sensibilidad, leerán otras cosas, construirán otras cosmovisiones”, sostienen. A quien así piense, le invito a leer detenidamente una de las más brillantes distopías de la primera mitad del siglo XX, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que describe muy bien qué sensibilidad estamos desarrollando. Si Orwell o Bradbury temieron un futuro oscuro donde estuviera prohibido pensar y los libros se quemasen, Huxley, más certero, imaginó una sociedad donde no hiciera falta prohibir o quemar libros, porque ya nadie quisiera leerlos. Temió el advenimiento del reino de los lotófagos: una sociedad adolescente, irrelevante, banal y autosatisfecha. Una sociedad sin raíces ni proyectos; sin sufrimiento, pero sin sentido; divertida, pero intrascendente. Para no olvidarse nada, Huxley también imaginó lotos: el soma, una droga que los hombres del futuro consumen para olvidar su tristeza y su vacío existencial. Seamos realistas: en gran parte, ese futuro temido por Huxley ha llegado. Los lotófagos ya están aquí. ¿Volver a Ítaca? ¿Con lo bien que estamos aquí?
No pretendo con estas líneas negar las maravillosas oportunidades que Internet y las tecnologías digitales nos ofrecen. Pero olvidar que dichas herramientas tienen sus riesgos, especialmente para los adolescentes, me parece una ingenuidad. Debemos, por lo tanto, defendernos de la fuerza atractiva de Internet, luchando cada día contra la distracción permanente y contra la amnesia de los grandes ideales, que su uso tan a menudo produce. Ignorar estos riesgos, y no prevenir a los más jóvenes frente los mismos, implica abandonarles a la fuerza todopoderosa de las industrias del entretenimiento y de la disgregación. Tengamos el valor de defendernos y de defenderles, como hizo Ulises. No podemos defraudarles, abandonándoles en la isla digital de los lotófagos.
«Es obvio que no hay nada malo en el entretenimiento. Como dijo alguna vez un psiquiatra, todos construimos castillos en el aire. El problema surge cuando tratamos de vivir en ellos».
Neil Postman, Divertirse hasta morir (1985)
En el juego de los dispositivos y aplicaciones que usamos a diario, la industria digital impone sus reglas y además juega con trampa. Nuestra participación en la revolución de las pantallas táctiles es nula, pues lo único que se espera de nosotros es que seamos buenos consumidores de los contenidos multimedia que nos suministran continuamente a través del smarphone. En este contexto, la «tecnología al servicio de las personas» no es más que un mito publicitario…
Leer artículo completo aquí:
«En la Era de la Imagen, el derecho a salvaguardar la propia imagen no existe». Así podría formularse una falacia digital ampliamente asumida que hoy nos toca desmontar como inesperados copartícipes del problema.
En un mundo donde todas llevamos una cámara de fotos y de vídeo integrada en el smartphone, corremos el riesgo de dar por hechas muchas cosas. Por ejemplo, que todas somos periodistas en potencia y que por tanto absolutamente todo a nuestro alrededor es susceptible de ser fotografiado, filmado… y difundido.
Hasta que la realidad nos obliga a poner los pies en el suelo. No; no todo puede difundirse. Entre los pocos derechos que todavía nos permiten conservar está el de salvaguardar la propia imagen personal del ojo público.
Recientemente una persona se puso en contacto con nosotros para pedirnos la retirada de una imagen en la que aparecía retratada (una escena colectiva captada durante un viaje en transporte público). Teníamos el consentimiento del autor para utilizarla… pero no el de la/s persona/s fotografiada/s. Y es que en la Era de la Imagen la saturación visual a la que estamos sometidas, con cientos de millones de fotografías circulando libremente por todo Internet, puede llevarnos a pasar por alto que detrás de cada rostro ‘anónimo’ hay una persona real con vida, nombre y apellidos.
En efecto, la ley española ampara el derecho de toda persona a que su imagen no sea captada o divulgada -en una forma que resulte claramente identificable– sin su consentimiento. La única excepción son los personajes de proyección pública retratados en el transcurso de un acto público o en espacios abiertos al público, así como personas que aparezcan accesoriamente en una foto sobre un suceso o acontecimiento público de actualidad. Nosotros, como muchas y muchos de nuestros lectores, no lo sabíamos. Hasta que una persona quedó afectada y nos hizo caer del guindo.
Uno de los frentes en los que venimos luchando desde el principio en Sal de la Máquina es, precisamente, el de la protección de la intimidad de las personas, habitualmente pisoteada por gobiernos y corporaciones. Pero en este tema, como en muchos otros aspectos que afectan a nuestra libertad y al resto de nuestros derechos, todos somos en gran medida copartícipes. Evidentemente la imagen mencionada fue retirada y borrada de inmediato, y nos pusimos a revisar con lupa los próximos contenidos pendientes de publicación para evitar incurrir en el mismo error en lo sucesivo.
Al igual que lo hicimos en privado, reiteramos también públicamente nuestras disculpas a la persona afectada y le agradecemos que nos haya dado el necesario toque de atención, que nos motivará para ser aún más escrupulosos en la plasmación práctica del discurso que sostenemos.
En el otro platillo de esta delicada balanza quedan, por su parte, todas aquellas personas que utilizan la fotografía como medio de expresión de sus ideas y su visión del mundo. ¿Cómo plasmar, por ejemplo, una determinada realidad social a través de una imagen sin afectar al derecho de cada persona a mantener su intimidad? ¿Cómo conjugar la irrenunciable espontaneidad de algunas de las tomas realizadas con la necesidad de solicitar la autorización a cada una de las personas retratadas? Ciertamente, las salidas a estos dilemas aparentemente irresolubles no son muchas, pero existen. Y es aquí donde la mente creativa de cada autor/autora y de cada divulgador/divulgadora debe exprimir sus capacidades para hallar una solución de compromiso suficientemente aceptable desde todos los puntos de vista.
No nos queda más remedio que quebrar otro más de los muchos espejismos de la Máquina.
Recuerdo a mi abuelo sentado en la butaca de casa con un libro en las manos. Así cada día. Leía casi un libro al día. Tal vez sea cosa de los jubilados, que tienen un afán especial por ocupar su tiempo. Pero no, mi abuelo lo hacía desde que era joven, y no porque fuese un pedante o por simple postureo.
Ahora me cuesta encontrar a alguien que no esté con el móvil en las manos. No quisiera culpar de nada a la tecnología, pero la verdad es que nos ha cambiado a todos. No concebimos el tiempo libre fuera de internet. Y hablo desde la experiencia propia: el maldito Instagram ha absorbido más horas de mi vida que cualquier libro que haya leído. Cuando no conseguimos palpar el teléfono en nuestros pantalones nos suben las pulsaciones. Se ha normalizado esta dependencia, pero yo invito a todo el mundo a reflexionar. Y no es la típica exageración distópica de Black Mirror, es una cosa real con la que seguro que os sentís identificados.
Asusta ver el tiempo perdido. Pensad con quién habéis pasado más tiempo este mes, ¿con el móvil entre las manos o con vuestra familia? Da miedo. Ahora nos concentramos menos, nos cuesta estar delante de un libro más de quince minutos seguidos, incluso ante una película sin explosiones y muchos tiros. Yo, que soy universitario, lo veo cada día a la hora de estudiar: cada vez me cuesta más quedarme sentado sin mirar el móvil. Y me molesta no poder ser libre en este aspecto. Así que lo he dejado. Como quien deja de fumar, he decidido aparcar el teléfono en un cajón y ya he leído dos libros. Y no soy un jubilado.
Borja (Pamplona)
[de la sección «Cartas de los lectores» de El Periódico]
Más testimonios de ex-conectados, aquí.
A punto de alcanzar el año 2020 resulta evidente que nos hallamos viviendo una distopía en tiempo real. Y no solo por la irrupción de los dispositivos electrónicos, que con su deslumbrante presencia lo han acaparado todo, relegando a los objetos clásicos, tangibles, a la categoría de trastos sin valor. El problema de fondo es más grave. En nuestra época, casi todo -y los libros no son ninguna excepción- se ha convertido en un hábito de consumo. Ya no escuchamos música, como se hacía antes, sino que consumimos una canción tras otra (o nos las meten a la fuerza por los oídos, sin orden ni concierto). Salimos a pasear a las calles y centros comerciales, para vivir una “experiencia de compra” continua. Vemos películas para matar el tiempo, sin que dejen la menor huella significativa en nuestras mentes. Incluso el simple y placentero acto de comer se ha convertido en un mero hábito mecánico: masticamos rápidamente y sin interés los alimentos procesados y empaquetados que las máquinas han fabricado para nosotros.
Los libros, como digo, también han sido tocados por esta maldición consumista. Ya no compramos los libros para leerlos, sino para consumirlos o regalarlos, exactamente igual que haríamos con cualquier otro objeto. Cada vez importa menos su contenido: solo el diseño de su portada, el renombre de su autor y que figuren, a ser posible, en la lista de best-sellers recientes. Entonces el gran viaje de la lectura se convierte en un sucedáneo, en una aburrida visita turística. “Leyendo” de esta manera, terminamos nuestro periplo por las páginas de un libro igual que unos turistas que regresan de sus vacaciones: cargados con cientos de fotos para presumir con los amigos, pero sin haber descubierto realmente los lugares y las gentes: sin habernos enterado de nada.
Desde aquí os invito a detener por un momento la maquinaria y recuperar el ritual de la lectura en toda su lentitud y riqueza. Hay una fascinante corriente subterránea que sobrevive milagrosamente al margen de las novedades y el consumo. Desconecta todos tus dispositivos electrónicos, esconde el reloj, guárdate la VISA y sumérgete con el sexto sentido bien atento en las páginas de tu libro.
«Inventar el barco es inventar el naufragio;
inventar el avión es inventar el accidente aéreo;
inventar la electricidad es inventar la electrocución…»
Paul Virilio, El cibermundo, la política de lo peor (1999)
VV.AA., Cambiar las gafas para mirar el mundo: una nueva cultura de la sostenibilidad, p. 72. Libros en Acción 2015.
«¿Cuántos millones de toneladas de materiales hace falta arrancar de las entrañas de la Tierra y procesar de forma contaminante y en condiciones laborales de semi-esclavitud, para presentar el resultado, precintado en más envoltorios contaminantes, en la sección tecnológica de un centro comercial occidental? Un smartphone nuevo, sin salir de su embalaje, ya ha consumido en su fabricación y empaquetado 75 (setenta y cinco) kilos de materiales . Durante su vida útil (cada vez más reducida por una obsolescencia programada que nos ‘invita’ a cambiar de móvil cada año), consume una cantidad incalculable de energía eléctrica (miles de millones de terminales conectados diariamente a la red eléctrica mundial durante la recarga de baterías). Una vez desechados, todos los dispositivos se convierten en chatarra tóxica inasimilable por los ecosistemas, y pasa a abandonarse y acumularse en el ‘patio trasero de Occidente’: los vertederos electrónicos del Tercer Mundo. Se cierra así un ciclo de destrucción y muerte que comienza en aquellos mismos ‘continentes olvidados’, con la extracción indiscriminada de materiales y la explotación laboral de miles de seres humanos.
(…) Todo este engaño inconcebible, esta brecha creada artificialmente entre el mundo real allí fuera y el mundo de fantasía que vivimos en las sociedades de consumo, solo es posible gracias a la publicidad. Las mismas multinacionales responsables de las atrocidades medioambientales y de los crímenes arriba citados, son las que nos seducen a diario con blancas sonrisas: «nos importan las personas», «cuidamos el medio ambiente», «tu bienestar, nuestra razón de ser». El mantenimiento de esa división infame entre realidad y ficción, entre productores y consumidores, entre quienes son forzados a digerir toda la contaminación y el sufrimiento y quienes desenvolvemos el brillante papel de regalo de un dispositivo multimedia recién comprado, depende de que la brecha entre ambos mundos continúe siendo lo más grande posible. Barrer la basura debajo de la alfombra: ese, y no otro cometido, es el de la publicidad, verdadera propaganda de adoctrinamiento al servicio del mercado».
Extraído del libro Sal de la Máquina.
«No está de más cobrar conciencia de que la función última de los dispositivos móviles, más allá de sus múltiples usos y aplicaciones, no es otra que la de dar cuerpo a la omnipresencia de la máquina -de nuestra dependencia tecnológica para mediar con el mundo-, así como asegurar nuestra adhesión inquebrantable a la pantalla, y con ella al espectáculo.
Antes de esto, el día estaba veteado de múltiples momentos de desconexión, de vida sin más. Ahora ya no. Ahora permanecemos atentos y vigilantes, las veinticuatro horas del día, a ser atendidos y vigilados».
– Miguel Brieva, La gran aventura humana (2017)