Mucho ojo a la siguiente definición propuesta por Kevin Kelly, fundador de la revista Wired:
«Los seres humanos somos los órganos sexuales de la tecnología».
Una reflexión espeluznante, habida cuenta de que, en efecto, la Máquina nos necesita para reproducirse y sobrevivir. Si nosotros no le hubiésemos abierto de par en par las puertas más íntimas de nuestras vidas (a través de los dispositivos multimedia que llevamos conectados a todas horas), esta Inteligencia Artificial no ejercería la enorme influencia ni tendría la vertiginosa capacidad de expansión que tiene en nuestros días. Nosotros le proporcionamos atención, transporte y alimento; Ella, a cambio, nos recompensa con azucaradas dosis de entretenimiento multimedia mientras continúa afianzando, imparablemente, su posición de dominio.
En sus décadas de mayor esplendor, el cine y la literatura occidental venían proyectando ingenuas visiones de un mundo futuro dominado por las máquinas. Ese futuro ya ha llegado, pero en contra de lo imaginado por la Ciencia Ficción, los coches no vuelan y los robots antropomorfos no se han rebelado contra el hombre. Lo que casi nadie fue capaz de anticipar es que la distopía se abriría paso, sí, pero de una forma mucho más sutil y maligna: la Máquina, extendiendo sus redes invisibles, ha conseguido situarse al mismo tiempo en todas partes y en ninguna. Sirviéndose del software informático que todos nosotros utilizamos cada día, esa Inteligencia Artificial, ubicua y todopoderosa como un dios, se ha infiltrado por la puerta de atrás en lo más recóndito de nuestras mentes.
Hoy, habiéndonos adentrado de lleno en el siglo XXI, no somos los aventurados protagonistas de una historia de Ciencia Ficción, sino las víctimas de una pesadilla cibernética muy real en la que cada uno de nosotros deberá decidir si desea seguir representando el papel de colaborador necesario o entrar a formar parte de un anónimo y heroico movimiento de Resistencia.